domingo, octubre 29, 2006

Cotos de Caza

Rector UDP

Carlos Peña


El caso de Chiledeportes es grave. No ha muerto nadie. La integridad física de todos está a salvo. El mundo gira igual que ayer.

Pero la administración estatal mostró unos intersticios que no huelen del todo bien. Y su prestigio -eso que antes se llamaba decencia- está en duda.

No sirve de nada echarse tierra a los ojos. El asunto es grave.

A diferencia de lo que se reprocha a Pinochet (a estas alturas, cada denuncia en su contra, plausible o no, es apenas una nueva raya en un tigre) esto habría ocurrido en democracia. Y no sería imputable a una persona, sino a una coalición gubernamental en la que la ciudadanía depositó su confianza y que, gracias a eso, lleva ya dieciséis años en el Estado.

Cuando una persona roba siempre es posible echarle la culpa a su carácter moral. Pero cuando es un grupo el que lo hace ya no es un problema de carácter: es un asunto de ethos y de reglas compartidas. Y es que para que participen varios (que incluso pueden no conocerse entre sí) es necesario que la apropiación de lo ajeno se haya convertido en una conducta rutinaria, sometida a pautas instrumentales, cuya ejecución llega a formar parte de los deberes funcionarios.

Eso es más o menos lo que muestra el caso de Chiledeportes. La apropiación o el uso desviado de dineros públicos parece estar en este caso tan internalizada que posee todos los rasgos de una conducta racional: se captura un sector del Estado, se hacen presupuestos, se planifica una especie de hurtos hormiga y se distribuyen los fondos en base a criterios de equidad.

Casi un remedo del comportamiento racional y burocrático que Weber describió como parte del Estado moderno.

Sólo que aquí la racionalidad se usa en interés del grupo al que se pertenece y no a favor del interés público.

Eso es exactamente lo que se denomina corrupción. Y es lo que se acaba de descubrir en Chiledeportes.

La corrupción, enseña la literatura, se acrecienta cuando hay poca transparencia y alta discrecionalidad. Si las decisiones públicas se pueden tomar en las sombras y no están sujetas a reglas, o las reglas son susceptibles de tantas interpretaciones que finalmente quedan entregadas a la voluntad de quien debe someterse a ellas, entonces es probable que la corrupción crezca como la mala hierba.

Pero es posible que en este caso la corrupción tenga también otras causas.

La primera es el tiempo. Después de casi dos décadas de pertenecer al aparato gubernamental es difícil ponerse en el caso de ganarse la vida fuera de él. Es como pedirle a un pez que se imagine fuera del agua. Los incentivos para aferrarse al poder con dientes y uñas y saltándose, si es necesario, todas las reglas, son entonces muy altos. Es casi un asunto de supervivencia.

La segunda es lo que a veces se ha llamado el dilema del político. Los políticos profesionales saben que su reelección depende de cuánto bien hagan a la comunidad; pero también de la lealtad que logren de los grupos partidarios. ¿A quién hay que favorecer, entonces, una vez que se alcanzó el poder y el bolsillo del Estado está al alcance de la mano? ¿Al conjunto de la ciudadanía o a los leales? La salida para el dilema es obvia. Hay que cuadrar el círculo: tratar de que el aparato en lo grueso funcione bien para el público, pero, al mismo tiempo, permita una apropiación razonable para el personal del partido (algo así como premiar a los amigos, castigar a los enemigos y hacer justicia a todos los demás). Es más o menos lo que ha ocurrido en este caso.

Todavía es posible que contribuya la alta complejidad del Estado y la falta de vínculos entre quienes tienen la oportunidad de hacerse de la bolsa y quienes padecen las consecuencias políticas cuando el asunto se descubre. Es el caso de nuestro país. Los que llevan los costos inmediatos de las malversaciones, como la Presidenta, están demasiado lejos de aquellos cuyos actos deben ser controlados. La solución a este problema parece evidente. Hay que incrementar los niveles intermedios de responsabilidad y de rendición de cuentas.

En fin, también es posible que este tipo de conductas no estén alentadas por el propósito de remunerar a los operadores sino por el propósito de allegar recursos para las campañas. Mientras la derecha eludiría las reglas mediante donaciones encubiertas de las empresas (que al alterar la base de cálculo de los impuestos obligan a la renuncia fiscal), la Concertación lo haría mediante este tipo de exacciones. A fin de cuentas, cada uno saca recursos de aquel que tiene más cerca.

Pero, sin importar cuál sea la explicación, el asunto obliga al gobierno a actuar con severidad.

Y es posible que eso traiga conflictos internos a la Concertación. Todos saben que en los partidos respiran, a punta de esquilmar dineros fiscales, dos o tres caciques que venden la lealtad de un grupo y prestan servicios políticos. Es lo que se conoce como máquinas. Las hay en todos los partidos; pero es probable que sean más abundantes en la coalición gubernamental, puesto que ella ha dispuesto de mejores condiciones para su sobrevivencia. Esos grupos son a los partidos lo que las barras bravas a los equipos de fútbol. Poseen un gigantesco poder de amenaza que va más allá de las cadenas formales del poder. Los condottieros que manejan esos grupos son conocidos y poseen redes en todos los intersticios del Estado.

Acabar con esos grupos -el caso de Chiledeportes debe ser uno de varios, puesto que lo más probable es que, en el conjunto, cada máquina tenga su respectivo coto de caza- es casi un deber republicano. Y aquí el gobierno de Bachelet posee una oportunidad inmejorable para estar a la altura. Porque si castiga con severidad a esos grupos no sólo contribuirá a que estas prácticas se detengan y aumente la virtud de nuestra vida cívica. También le hará bien a los partidos. Les sacudirá esos puñados de militantes que, como consecuencia de la costumbre, arriesgan llevar una existencia parasitaria.

miércoles, octubre 25, 2006

Lo grave

Lo raro

lunes, octubre 23, 2006

El perdón y el olvido

El reciente fallo de la Corte Interamericana, que deja sin efecto la amnistía, nos priva de excusas para eludir lo obvio: reconocer la cobardía o la colaboración, hacer justicia, ajustar cuentas con la memoria y, ojalá, perdonar.

El más viejo modelo de amnistía lo recogió Aristóteles en la Constitución de Atenas. Un decreto, promulgado en el 403 a.C. (luego que triunfó la democracia sobre la oligarquía), ordenó a los ciudadanos "no recordar los males padecidos o infligidos". Mucho más tarde, el Edicto de Nantes, que puso término a las guerras de religión, prohibió a los súbditos recordar. Les ordenó tratar los hechos anteriores a marzo de 1585 (entre ellos la matanza de San Bartolomé) como "cosa no sucedida".

Los estados modernos, sin embargo, no prohíben recordar.

A diferencia de los antiguos, saben cuán porfiada es la memoria.

Pero a veces intentan suprimir el castigo.

Es lo que hizo el Decreto Ley 2.191 de 1978 al amnistiar los crímenes cometidos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. La misma dictadura cuyos funcionarios cometieron, o toleraron los crímenes, decidieron de pronto amnistiarlos.

En rigor, incurrieron en lo que cualquier filósofo llamaría una contradicción performativa: se concedieron a sí mismos el perdón. Generosos ellos, sin duda. Qué valor. Como si usted, agobiado por sus pecados, se pusiera a ambos lados del confesionario.

Durante muchos años convivimos con ese decreto y esa impostura. A su amparo, algunos de quienes cometieron crímenes que el derecho internacional considera de lesa humanidad evitaron la pena y han podido envejecer en calma.

A su turno, las fuerzas políticas pudieron, en plena democracia, eludir el problema de la justicia y de la memoria. ¿Acaso no era mejor que los jueces decidieran la aplicación de esas reglas? ¿No era más auspicioso que las nubes del tiempo y la muerte borraran esos recuerdos incómodos?

Así, entonces, todos hemos estado más o menos conformes.

Los victimarios, aspirando a una jubilación tranquila. Las fuerzas políticas, sin tener que tomar el toro por las astas. Nosotros, disfrutando de la expansión del consumo. Nada de qué preocuparse, entonces.

Salvo las víctimas y los hijos de los hijos de las víctimas. Ellos siempre tuvieron razones para recordar, y en ausencia de un mínimo reconocimiento abrigaron motivos más que suficientes para perseguir el castigo.

Todo eso hasta que llegó el caso Almonacid. Almonacid fue un profesor y dirigente de la CUT detenido por Carabineros y, como era usual, asesinado por la espalda mientras estaba indefenso. Su viuda y sus hijos llevaron el asunto a tribunales. El caso fue amnistiado.

Pero ahora la Corte Interamericana ha ordenado reabrirlo.

Los crímenes de lesa humanidad, dijo la Corte, no pueden ser amnistiados y son además imprescriptibles. Y el Estado -agregó- debe asegurarse de que el decreto ley de amnistía no sea un obstáculo para la "investigación, juzgamiento y, en su caso, sanción de los responsables de otras violaciones similares acontecidas en Chile". El decreto ley de amnistía -concluyó el fallo- carece de todo efecto jurídico. Y la cosa juzgada alcanzada bajo su amparo es simplemente fraudulenta.

Ahí tiene usted. Un decreto que carece de todo efecto. Y sentencias inútiles. Nada menos.

Se acabó la tranquilidad. Quienes vivían de su jubilación y hasta ahora supieron convivir con los recuerdos indignos, se pondrán nerviosos. Las fuerzas políticas que eludieron el asunto de la justicia y la memoria, perdieron todo pretexto. La derecha, que nunca se ha visto en la necesidad de mirar hacia atrás y reconocer la barbarie, tendrá ahora que hacerlo.

Porque una de dos.

O se deroga el decreto ley de amnistía y se persiguen los crímenes en base a la ley vigente a la época en que se cometieron (el fallo de la Corte desecha la regla de irretroactividad), o la totalidad de las fuerzas políticas se ponen de acuerdo y dan lugar a una modificación de la responsabilidad penal que, si no equivalga a una amnistía (como dijo la Corte, hay crímenes no susceptibles de ella) se le parezca.

Lo que no pueden hacer es como si lloviera.

Ahora vamos a tener que decidir: o castigamos esos crímenes en base a la ley vigente a la época en que se cometieron, o modificamos esa ley y rebajamos las penas.

La primera opción supone hacer justicia, pero mantiene una memoria que arriesgará hacia el futuro eso que Freud llamaba la compulsión repetitiva. Después de todo, dijo el mismo Freud, lo que no somos capaces de elaborar en palabras siempre volverá en actos.

La segunda opción compatibiliza la justicia y ayuda a sanar la memoria, Pero, claro, sanar la memoria -sugiere Ricoeur- exige esfuerzos de lado y lado.

La derecha debiera hacer un amplio reconocimiento de la brutalidad de esos crímenes, de la barbarie que supusieron y de su omisión negligente o de su colaboración en ellos. Porque de todo eso hubo. Y la izquierda reconocer su responsabilidad histórica (que no es lo mismo que la jurídica o la moral). Y ambos promover un amplio programa de reparaciones para las víctimas que no se parezcan, como hasta ahora, a dádivas.

La derecha, además, debiera abandonar las justificaciones fáusticas de la modernidad de que gozamos. Y la izquierda hacer el esfuerzo de recordar los hechos y olvidar la deuda.

Así podríamos mantener la memoria; pero, al mismo tiempo, despojar a esos recuerdos de su capacidad destructora.

Claro, no es la amnistía que relata Aristóteles, pero se le parece. Y quizás así se abra, algún día, la posibilidad del perdón. Que es lo único que liberará, de una vez por todas, a las víctimas y a los victimarios. Y lo único que nos permitirá reconstruir nuestra memoria y empezar de nuevo.

domingo, octubre 15, 2006

La democracia de los talentos

Por Carlos Peña en su blog de EMOL (El Mercurio On Line)

La nuestra (como nos lo recuerdan los reclamos estudiantiles) nunca ha sido una sociedad meritocrática. Quizás por eso el talento y la inteligencia de nuestras élites sigue siendo un misterio.


A la base del ideal democrático se encuentra la idea que los bienes escasos -como el poder, el prestigio o la propiedad- deben distribuirse al compás del desempeño y del talento de los ciudadanos y no en base a características adscritas, como el origen o la historia familiar. Por eso, desde hace más o menos doscientos años, la escuela tiene un lugar preponderante entre las instituciones sociales. Llegados a una cierta edad, sacamos a los niños de la incondicionalidad del hogar y los sometemos a una rutina de entrenamiento y de diálogo en la que obtendrán tanto reconocimiento como esfuerzos sean capaces de hacer.

En otras palabras, en eso que se llama primera modernidad (la segunda, según Giddens o Beck, sería reflexiva) la escuela y el ideal democrático van de la mano.

A la mezcla de ambas cosas -igualdad de derechos y distribución de recursos en base al desempeño- se le denomina meritocracia. Un tipo de sociedad en la que los recursos se distribuyen al compás de los logros obtenidos por cada uno de sus miembros.

La nuestra nunca ha sido una sociedad meritocrática. Y por eso el talento de nuestras élites, y sus abundantes virtudes, siguen siendo un misterio.

En vez de distribuir recursos escasos en base al mérito o al desempeño, lo hacemos en base a cualidades adscritas como la cuna, las confianzas tejidas en los colegios, las redes familiares, el ascenso matrimonial, las similitudes construidas a la salida de la misa dominical, las adscripciones religiosas.

Usamos muchísimos criterios para distribuir bienes escasos y para decidir quién estará por arriba y quién por debajo en la escala invisible del prestigio y del poder. Pero el mérito -el desempeño sobre la base de la igualdad inicial- no lo usamos casi nada.

El texto de The Economist en el artículo que se publica hoy en estas mismas páginas desliza que a veces puede ser tan injusto distribuir recursos en base a los talentos naturales, como hacerlo en base al origen social. ¿Acaso no es igual de incorrecto, desde el punto de vista de la justicia, recibir recompensas por el nivel de inteligencia que cada uno recibió en la lotería natural que hacerlo por la índole de la cuna en que cada uno vino al mundo?

Sin duda distribuir recursos en base a cualidades naturales (como el nivel de inteligencia de que cada uno está provisto) o hacerlo en base a cualidades sociales (el tipo de hogar en el que usted compareció a este mundo) es igualmente injusto. En ambos casos la distribución se efectúa en base a cualidades adscritas que cada uno obtuvo por azar y no en base al comportamiento voluntario de las personas. En uno y otro caso la voluntad y el esfuerzo personal se hacen irrelevantes.

Pero el ideal democrático que subyace al estado moderno nunca ha pretendido escoger entre esos dos extremos. No conozco a nadie (en la literatura, quiero decir) que pretenda que para corregir la distribución inicial de bienes en base a la cuna, debamos esforzarnos por distribuir los recursos y las oportunidades en base a la lotería natural.

La teoría de la justicia que subyace a los ideales democráticos es un poco más compleja de lo que sugiere el artículo de The Economist.

El ideal democrático sugiere más bien que, como nadie merece los talentos naturales que posee o la cuna en que vino al mundo, entonces hay que tratarlos hasta cierto punto como bienes comunes. La estupidez de su vecino es hasta cierto punto suya y el talento del tipo de más allá le pertenece a usted también en parte. Luego, la sociedad debe estructurarse sobre la base de un sistema inicial de compensaciones (esta es, dicho sea de paso, la justificación básica de esa extracción coactiva de rentas que llamamos impuestos). Por eso la teoría de la justicia que subyace al ideal democrático sugiere que debemos contar con unos mínimos -unos cuantos bienes primarios- que, independientes del desempeño que cada uno tenga en esta vida, nos cubran de esas contingencias que ni usted ni yo merecemos.

Y eso explica que las sociedades democráticas contaran, desde el inicio, con sistemas universales, y no contributivos, de protección social y sistemas nacionales e igualitarios de educación de masas.

Y eso es justamente lo que nos falta hoy día en Chile.

Tenemos sistemas predominantemente contributivos de protección social (el argumento a favor de eso es que de otra manera se crean incentivos para que la gente flojee: es la misma razón que se esgrimió cuando se discutieron las leyes de pobres en el siglo XVIII inglés) y contamos con una educación que no es para nada igualitaria (moros y cristianos están de acuerdo en que los resultados del aprendizaje se distribuyen al compás del ingreso familiar).

Por eso nos pasa lo que nos pasa. Tenemos una élite cuya inteligencia es un misterio (puesto que nunca ha sido puesta a prueba) y cuyas virtudes morales (fuera de su entusiasta participación en los ritos dominicales) nunca se ejercitaron del todo cuando el horror se acercó a nosotros. En el caso de Chile no hay peligro que el talento muestre su lado de maldad (esos vicios que, según Lash, retuvo de la aristocracia). Y es que el talento, entre nosotros, todavía no florece. Gracias al sistema social con que contamos no sabemos donde está.

miércoles, octubre 04, 2006

He aquí el encuentro con lo buscado

domingo, octubre 01, 2006

El garante lo anuncia, Gracias Mercurio

Upss. Esto se está empezando a mover. Tendré que avisarle al blog de los átomos y los bits que ésto está caminando con más velocidad: El Señor Oráculo no ha visto con buenos ojos.

¿Chilenos todos?

No me parece la liviandad.

¿En qué estamos metidos?

En 4 años puede que quede la grande y el garante.... Realmente no sé si el Medio de Comunicación masivo, favorito, de mi familia es o no el que anunciará la partida del buque Chile, hacia el mar del la web.

Mientras sigamos amotinándonos en contra del capitán general, generalísimo no nos movemos del muelle ni para bien ni para mal.

 
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